« El desahucio del Rey del Mundo. Capitulo XVII. Reencuentro con Akim. | Inicio | El desahucio del rey del mundo. Capitulo XIX. El futuro de Roland. »
El desahucio del Rey del Mundo. Capitulo XVIII. El monasterio.
Por Francisco Betes | abril 25, 2011
Capitulo XVIII
El monasterio.
La primavera estaba siendo muy suave y seca lo que permitió a Alberto correr casi todos los días a primera hora de la mañana, de forma que estaba en muy buena forma física y con el rostro bronceado cuando se presentó ante la gran puerta de madera del Monasterio de Santa Maria de Huerta. A lo largo de su vida, en muchas ocasiones había estado tentado de pasar una pequeña temporada en un monasterio para hacer una especie de ejercicios espirituales personalizados, como un periodo de reflexión personal. Ahora por fin lo había conseguido.
Mientras venía en el coche había repasado mentalmente las gestiones pendientes de la venta de Electrionics Holdings España y todo estaba en marcha. Las compañías interesadas habían firmado las correspondientes cartas de confidencialidad y habían recibido el expediente completo de venta. Las preguntas habían sido muy pocas y Alberto había confirmado con todas y cada una de ellas que no se debía a una falta de interés sino a que encontraban el “book” muy completo. Podía permitirse, por tanto, tener una semana solo para él y retomar los contactos con los posibles compradores después. El siguiente paso previsto en el proceso de venta era solicitar la presentación de ofertas indicativas. Los inversores interesados que presentaran las tres ofertas mas altas o mejores ya que también se tenia en cuenta la forma de pago, serian informados para que presentaran una oferta vinculante o definitiva, sujeta a la comprobación final de los datos de la compañía, auditoria de riesgos al que se aplica el extraño nombre anglosajón de “due diligence”. En fin, el proceso estaba en marcha y requería su ritmo por lo que esta semana que se había reservado para el no modificaba en nada la transacción.
Contactar con el monasterio y hablar con el Padre Abad fue un reto a su constancia. Durante una semana llamó mañana y tarde hasta que, por fin, consiguió comunicar y que le admitieran a una especie de cursillo que llamaban “convivencias de vida monástica” y que duraba tres días. Sentía que dentro de su peregrinaje mental, el aspecto religioso o mejor dicho el de la trascendencia no debía soslayarlo.
Un monje bajito, calvo y regordete le abrió la puerta, comprobó su nombre y le acompañó a su habitación.
– “A las ocho y cuarto es la cena en el piso de abajo” le dijo mientras cerraba la puerta.
La habitación estaba razonablemente limpia, y de puro simple era más que espartana. La pintura hacia años que había desaparecido, y en todos los bajos se veía el color del cemento. El mobiliario era escueto: una cama, una barra con cuatro perchas, una mesa y una silla en el fondo pegada a la ventana que daba al amplio patio de entrada, y la puerta que daba a un lavabo con retrete y ducha. Alberto dejó su saco en la silla y se sentó en la cama deslizándose peligrosamente por un somier absolutamente desvencijado. Preocupado por su espalda paso un buen rato intentando hacer equilibrios para encontrar una postura en la que poder dormir aquella noche.
A las ocho y cuarto bajo al comedor y se encontró un grupo absolutamente variopinto. Hubiera sido difícil encontrar un común denominador en los allí reunidos. Gente de todas las edades, aunque predominando los cuarentones. Había una pareja con aspecto esotérico, con ese moreno tan especial que se produce de haber vivido muchísimo tiempo al aire libre y haber utilizado con gran moderación el jabón. Ambos recogieron dos naranjas que había en sus platos y se retiraron. Después explicaron que se trataba de un matrimonio de Zaragoza, él de profesión bombero, que habían pasado un mes de meditación en la India y que ahora continuaban en el monasterio haciendo una dieta que se componía que de tres naranjas al día mas agua. No hablaron con nadie y se retiraron rápidamente. Al lado de Alberto se sentó una señora metida en carnes, de edad cercana a los cincuenta, con pinta de ama de casa, que le dijo que era la tercera vez que hacia aquellas convivencias y le explicó algo del funcionamiento del Monasterio. -“El desayuno es a las ocho y cuarto, la comida a la una y cuarto y la cena a las ocho y cuarto”.
-“Horario europeo” dijo Alberto.
-“Horario europeo el de las comidas – prosiguió la señora – porque hay que levantarse a las cuatro y media para las vigilias de las cinco”. Alberto cayó en la cuenta de que se había olvidado el despertador, y había dejado expresamente el teléfono móvil apagado en el coche, pero la señora se brindó amablemente a tocar en su puerta a la hora convenida.
La conversación en la cena giró sobre el contenido de las jornadas organizadas por el Monasterio. Al parecer una cuarta parte de los asistentes que en total eran doce, lo habían hecho en una oportunidad anterior. Contando a la pareja en ayunas, había siete mujeres y cinco hombres. Una treintañera tímida que dijo llamarse Marily, indicó el lugar donde se podía coger un programa. Acababan de terminar el primer plato consistente en un exquisito puré de verduras, y Alberto se levantó a cogerlo. El programa contenía un detallado calendario y horario de actividades para los tres días. En el dorso, había unas “notas a tener en cuenta”, que decían: “Como se pretende conocer teórica y prácticamente la vida monástica se hace resaltar lo siguiente: en la liturgia de las horas se procurara asistir a todas las horas, en especial a las que se indican con letras mayúsculas”. Alberto volvió el programa para observar que las liturgias de las cinco y de las seis y media de la mañana estaban con mayúsculas.
“Los participantes en el cursillo harán las lecturas de la liturgia de las horas y en la eucaristía”. Estas eran las que aparecían en letra minúscula. “Un día se comerá en silencio y con lectura, como hace la comunidad de monjes. Se aconseja dormir un poco de siesta para poder estar más atentos por la tarde”. Esta frase venia especialmente subrayada. Esta claro que los monjes saben de lo que están hablando, dijo Alberto, ante los comentarios generales de que la siesta era fundamental.
“El ultimo día tendremos una critica valoración del cursillo. Se os agradece todas las sugerencias y criticas que podáis presentar. En estos cursillos no cobramos la pensión. Si queréis colaborar con algo podéis meter lo que sea en un sobre común y se los dais al hermano hospedero.”
El segundo plato consistió en una tortilla de patata y el postre en unas manzanas. Se ofreció, por parte del hermano que servia, una copa de vino a los que quisieron.
A las nueve menos cuarto la cena estaba terminada y salieron al claustro. Hacia una noche magnifica, estrellada y el claustro parecía irreal en la oscuridad.
A las nueve y cuarto, el grupo se dirigió a una capilla donde se iniciaron los rezos. La mayor parte de los rezos eran cantados. Una vez que se cogía el soniquete, cada cual con su libro podía seguir perfectamente los cánticos. Alberto sintió una gran satisfacción de poder acompañar a los monjes en los cánticos desde el primer momento. El ritmo repetitivo producía una gran paz. A las diez menos cuarto se acabaron los rezos y la gente se retiro a sus habitaciones. Los monjes habían aparecido al fondo de la capilla, rezando desde el otro lado del altar y se retiraron por una puerta distinta.
Metiendo una manta que había en la habitación debajo del colchón, Alberto hizo un hueco en diagonal en el que consiguió acurrucarse y dormir profundamente.
A las cuatro y media en punto unos delicados golpes en la puerta le despertaron. Se lavó la cara, se vistió y fue hacia la capilla. Los mojes ya estaban en su sitio al otro lado del altar. A las cinco en punto empezaron los rezos consistentes una vez más en cánticos repetitivos. A través de un libro se podían seguir con facilidad cada una de las oraciones, ya que se anunciaban previamente por uno de los hermanos.
A las cinco y media sin ninguna otra novedad se terminó el oficio religioso y la gente volvió a su habitación. Alberto intentó dormir sin éxito, observando por la ventana como la oscuridad daba paso a una luz difusa.
A las seis y cuarto volvió a salir hacia la capilla para un nuevo periodo de oración. Laudes y Eucaristía. En esta ocasión la sesión duro hasta la siete y media, y después nuevamente a la habitación.
A las ocho y cuarto bajó a desayunar y se encontró que todo el mundo estaba tomando unos enormes tazones de leche caliente, algunos con Cola Cao, y una gran hogaza de pan blanco de la que cortaban grandes rebanadas a las que aplicaban margarina y mermelada a discreción. Alberto disfrutó como un niño mojando el pan recién hecho en el gran tazón de chocolate.
A las nueve menos cuarto había una nueva oración en la capilla, aunque en este caso muy breve y a las nueve se dirigieron a una sala en el primer piso donde tendría lugar la primera charla. Estaban previstas dos charlas diarias sobre diversos temas que aproximarían a los participantes en el cursillo a la vida monástica.
La primera charla trataba sobre la vocación cristiana y la daba el Padre Agustín. Este era un monje de estatura mediana, frente despejada y aire distinguido. Alberto tenía un cierto complejo en aquel grupo pensando en que como persona no practicante debía ser la oveja negra del rebaño. Así que permaneció muy callado durante toda la exposición. El padre Agustín habló del concepto optimista del hombre por parte de Dios. Hablo de un Dios que había decidido en el fruto absoluto de su voluntad directa la existencia de cada uno de nosotros. Dijo que la eternidad es un concepto que no comprendemos bien por que siempre lo pensamos a futuro. La eternidad es siempre. Ahora mismo es eternidad. Dijo también que no aceptamos el amor porque no queremos comprometernos, que debemos dejarnos querer, que la plenitud del hombre se consigue amando a Dios a través de los otros.
A estas afirmaciones de indudable profundidad siguieron comentarios de todos los gustos. Alberto guardaba silencio discretamente. La treintañera que dijo llamarse Marily, y que parecía la más veterana en estas lides, espetó de buenas a primeras:
-“Yo no creo en Dios”.
Alberto se sintió tremendamente reconfortado y se dijo a sí mismo, “yo por lo menos creo que hay un ser superior, así que ya no soy el último de la clase”, y no pudo evitar sonreír con este pensamiento
A las diez había terminado la charla y tocaba el trabajo. Les dijeron que se pusieran la ropa más vieja que tuvieran porque iban a trabajar. El trabajo consintió el primer día en quitar piedras del huerto que había en un lateral del Monasterio. Dirigían el trabajo los hermanos Alfonso y Paco. Dos hombres de edad mediana, con aspecto de campesinos sonrosados por la vida al aire libre que animaron a todos en su trabajo. El trabajo consistía en hacer pequeños montones con las piedras que se iban encontrando en el suelo, y que luego con carretilla se transportaban a un gran montón que estaba un rincón del huerto. Alberto a los diez minutos ya no podía más. Tenía un tremendo dolor de espalda y sudaba copiosamente. Le enseñaron a mantenerse en cuclillas y avanzar de esta forma sin doblar la espalda. La jornada de trabajo duró dos horas. Los hermanos les indicaron que fueran a ducharse y que a la una y cuarto se verían en el comedor.
Cuando subía a su habitación, derrengado por el trabajo y por el madrugón, Alberto tuvo la sensación de que se había equivocado con aquella experiencia. La ducha de la habitación no estaba sucia, pero era todo lo contrario de lo que se puede esperar de una ducha lujosa. El suelo de cemento estaba sin trabajar y los laterales hace años habían perdido la pintura. Con cierta prevención Alberto corrió la cortinilla y dejo caer el agua. Noto la sacudida del frío sobre su cuerpo sudoroso y se enjabonó con vitalidad. Afortunadamente se le había ocurrido tener aquella experiencia en el mes de marzo y no durante el invierno, porque no había agua caliente. La toalla que les habían facilitado era tan escueta, que no consiguió anudársela a la cintura. Se secó como pudo, y comprobó que tenía que darse prisa para acudir a la una y cuarto a la capilla. Entro casi corriendo cuando estaban ya todos reunidos. Fueron unos rezos breves, justo antes de pasar al comedor.
Las comidas se realizaban totalmente separados de los monjes. Despacharon con apetito el plato de potaje y las truchas mientras los comentarios giraban todos sobre la jornada de trabajo. Alberto renunció al postre y subió a su habitación donde se tumbó en la cama para cumplir con el rito obligatorio en el programa de la siesta. No notó las dificultades del somier y se quedo inmediatamente dormido. A las tres y media unos golpes en la puerta le despertaron y salió corriendo hacia la capilla para asistir a las oraciones de la hora Nona. Fueron breves y no cantadas. A las cuatro menos cuarto ya estaban en la sala de las charlas con el Padre Severino. El Padre Severino era un hombre mayor que debía llevar largos años en el Monasterio, tenía la voz grave y profunda y aunque hablaba con mucha suavidad en ningún caso parecía afectado. Empezó dando la definición del monje como aquel que dedica su vida a la búsqueda de la trascendencia y la oración como un dialogo intimo entre personas que se aman. En la adolescencia hay que evolucionar en la idea de Dios. El ambiente en nuestra sociedad es de un ateismo indiferente, por eso se producen reacciones como las sectas. El hombre por su naturaleza busca sentido a la vida, intenta imaginarse la trascendencia. Algunos dirán que precisamente Dios no es más que el deseo de trascendencia que tiene el hombre. Dios se comunica como presencia, no como idea, Dios es una perfección no una razón. Se escucha mejor a Dios con el corazón purificado y esto es a través de la renuncia y de los votos. La renuncia y la paciencia son condiciones necesarias pero no suficientes, lo más importante es el silencio interior, por eso los monjes guardan la regla del silencio, por eso los que allí nos habíamos congregado tendríamos la posibilidad durante esos días de recuperar el silencio fuera del ruido que representaba el mundo exterior.
Alberto que se debatía durante todo el discurso entre el escepticismo y la aceptación hubo de reconocer que el mensaje del monje era muy coherente. Tenía la impresión que en la época reciente él había tenido una permanente búsqueda de sensaciones de equilibrio a través de rebuscar en su interior, sus sentimientos, sus ilusiones, sus miedos, y que eso le había hecho más reflexivo y que podría entender que el silencio que se lograba en el monasterio era una prolongación del que él había creado interiormente en los meses pasados. Estaba totalmente de acuerdo en la idea de trascendencia como una vivencia mas que una razón y ese fue el criterio del grupo, incluido el matrimonio de personajes curiosos que venían de la India y que seguían con su régimen de ayuno total, pero que aparecieron en la sala y afirmaron que el hinduismo era una forma también de encontrar esa trascendencia, con lo que la conclusión que quedó en el aire es que esa trascendencia es única pero que cada uno la identifica de la mejor forma que puede.
A continuación estaba prevista la visita del Monasterio. El Monasterio de Santa Maria de Huerta es una preciosidad y esta muy bien conservado. Se articula alrededor de dos grandes claustros, el de los caballeros y el de la hospedería. Al claustro de la hospedería dan la mayor parte de las salas ocupadas por los monjes y no son visitables. El Monasterio se comenzó a edificar en la segunda mitad del siglo XII y con posterioridad se fueron añadiendo otras estancias más modernas. Inicialmente de estilo románico, en la evolución de los años fue avanzando hacia formas plenamente góticas.
Alberto admiró el enorme rosetón que existía en la fachada de la iglesia que se articula en tres naves y un ábside principal semicircular. También le impresionaron los dos claustros, pero lo que sin duda le dejó conmovido fue el refectorio. El refectorio es el comedor de los antiguos monjes del Monasterio. Es de un estilo gótico puro y el fondo esta dominado por un gran rosetón y ventanas ojivales. Adosado a la parte derecha hay una enorme escalera de piedra caliza cubierta por una columnata que lleva al pulpito del lector. Desde allí, les explicaron, se leía a los monjes que comían en silencio. Saliendo de esta preciosa construcción por la puerta de la izquierda se da a la cocina, donde una enorme chimenea en la que se podía entrar perfectamente sin agacharse estaba el hogar de la cocina del Monasterio.
Acabada la visita, Alberto se quedó dando un paseo por el refectorio. Tenía la percepción intensa de que el silencio de aquellas piedras milenarias le empujaba a mirar hacia dentro de si mismo, pero quizás, por primera vez en muchos meses, sin el menor atisbo de ansiedad. A las siete de la tarde se celebraron las Vísperas, en la capilla, nuevamente con cánticos que cada vez sonaban más familiares y a los que Alberto se animaba a participar.
Después de la cena a las nueve y cuarto fueron las Completas, una nueva oración en mitad de un tremendo silencio preparaba para el descanso. Al salir de la capilla Alberto prefirió dirigirse al claustro a dar un paseo antes de ir a dormir. La oscuridad era total. No había luna, pero si un millón de estrellas que daban profundidad a la gran bóveda cenital. Avanzaba en la oscuridad pensando en la cantidad de dimensiones que tiene la vida y en las que él hasta ahora no había reflexionado. La idea de la trascendencia siempre había estado presente en su vida. Incluso en los periodos en los que se había visto totalmente atrapado por su trabajo, por su estrés, incluso en los periodos en los que hasta había olvidado a la familia, siempre había tenido sensación de que la trascendencia existía. Tal vez era una vivencia que le pedía pensar que los seres que había conocido bien y que habían muerto, no podían haber desaparecido totalmente. En algún sitio tenia que estar ese rescoldo de inteligencia y de sentimiento. Ver esa trascendencia como un Dios tan próximo como lo veían los monjes, era todavía un camino muy largo. Avanzaba con cuidado por la oscuridad del claustro cuando dio la vuelta a una esquina y se tropezó con alguien.
-“¡Que susto me has dado!” le dijo una chica que él había visto en el grupo, pero con la que hasta ese momento no había tenido ocasión de hablar
-“Perdona, yo también me he asustado” le dijo Alberto. “¿Interrumpo?”
-“No, no, quédate. Estoy disfrutando de esta maravillosa noche. ¿Has visto las estrellas?”
-“¿Es la primera vez que vienes?”
-“No, yo vengo muy a menudo. Mi padre es uno de los monjes”.
Alberto se quedo totalmente cortado. Las ideas de las aberraciones y los vicios de los monjes en el periodo de decadencia de los monasterios a finales de la Edad Media, le venían a la cabeza. No podía imaginarse que aquellos monjes pudieran dar lugar a situaciones como aquella. Se quedó muy callado mientras la chica después de hablar de la inmensidad del cielo estrellado, volvió a referirse a su historia.
-“No soy una persona especialmente religiosa, pero vengo a ver a mi padre y aprovecho para hacer estos cursillos. En el fondo tengo mucho que reprocharle”.
Alberto estaba cada vez mas callado y violento y deseando despedirse. La chica seguía.
-“Cuando murió mi madre yo tenia doce años, y mi padre era un ingeniero que trabajaba con gran éxito profesional en una eléctrica, Iberduero, la conocerás. Mi padre en ese momento nos dijo a mis tres hermanos y a mí, voy a arreglar todos mis asuntos para que podáis vivir y estudiar y después quiero ingresar en un monasterio como monje. Y así lo hizo”.
Alberto entendió de pronto la situación y disimulo un profundo suspiro de alivio.
El segundo día en el Monasterio de Santa Maria de Huerta siguió el mismo patrón. Los siete momentos de oración a lo largo del día empezaron a cobrar sentido en una de las charlas. La denominada Vigilia o vigilancia que se realiza antes del amanecer, tiene el sentido de estar siempre vigilantes ante la posible muerte y por lo tanto en estado de revista. La de las seis y media de la mañana denominada Laudes o Eucaristía es la misa del día. Luego las horas menores, que son más breves, son recordatorios de que toda la jornada es de Dios. En la oración de las siete de la tarde, las Vísperas, se da gracias por el día y se pide perdón por las faltas y en las Completas se hace un repaso del día y se pide una buena preparación espiritual para el descanso.
Alberto disfrutó más intensamente de la primera y la ultima oración del día, que se celebraban en la oscuridad y en las que los cánticos repetitivos daban una gran sensación de paz interior.
La jornada de trabajo fue menos dura, se trató simplemente de aserrar unas maderas para hacer pequeños crucifijos que los monjes luego vendían al exterior. Aunque el esfuerzo fue leve, a Alberto le dolían los huesos posiblemente por la falta de regularidad de su somier. En todo el día lo que más le gusto fue una charla sobre espiritualidad monástica que daba el Padre Abad. Este era uno de los monjes mas jóvenes del Monasterio, rompiendo las ideas preconcebidas que Alberto tenia, que siempre había pensado que a abad se llegaba por antigüedad. Pensó que tal vez la política de prejubilaciones había llegado también a los monasterios.
Mientras Alberto se perdía en sus jocosos pensamientos, el Padre Abad había comenzado su charla. Abordó el tema de la autenticidad. La sociedad nos obliga a llevar mascaras a representar papeles, a competir con los otros, a tener miedos, a estar bien con el poderoso, a dar imagen en todo momento. El monje es todo lo contrario, tiene una sed de absoluto, es una búsqueda permanente de Dios entre las tinieblas. Alguien preguntó a lo largo de la charla: -“¿Qué utilidad tiene la vida de un monje?”
El Padre Abad respondió:
-“Utilidad practica, no tiene ninguna, porque no hace cosas. El monje trabaja en gratuidad, por tanto, el monje vale por lo que es, es lo que es, no lo que hace. El monje apunta a una realidad distinta. Para aproximarse a esa realidad, lo primero es conocerse y aceptarse como uno es. Para eso el silencio ayuda, ayuda a descubrirnos a nosotros mismos. Descubrir nuestra incoherencia, ofrecernos a Dios con todas esas cosas”.
A Alberto la idea que le vino repetidamente a la cabeza durante toda la tarde fue “el monje no hace, el monje es”. Después de años trabajando en la eficacia, en la eficiencia, en la productividad, pensar que puede haber vidas dedicadas sencillamente a ser y no a producir o a generar riquezas o desarrollo, era tremendamente chocante. Se había sentido muy débil cuando le despojaron de su puesto, y ahora su autoestima iba recuperándose poco a poco. La línea era la de ser, no la de aparecer, no la de producir, sino la de ser una persona, en si misma completa en su proyecto de vida. ¿Necesitaba para que todo tuviera sentido una idea tan abstracta como Dios? Seguía convencido de la existencia de un nivel de trascendencia que superaba a la muerte. Esa idea tenia especialistas que la habían desarrollado y perfeccionado y estos eran los monjes. No había contradicción entre ambas visiones, de hecho eran la misma y el ejemplo de aquellos seres enclaustrados era edificante para no relajar la regla moral que lleva aparejada toda noción de un “Mas Allá”. Lo importante era la coherencia personal. Realizar las cosas que quería hacer porque quería hacerlas, porque entendía que debía hacerlas sin conceder el derecho a nadie de poder apreciarlas. Seguramente había declinado los pensamientos de la espiritualidad monástica del Padre Abad de una forma totalmente distinta a la que aquel preveía, pero, de alguna forma, le ayudaban en su idea de formar una nueva persona que pudiera vivir una vida distinta.
El último día de las jornadas se ajustó al mismo esquema de oración en la capilla y charlas de aspectos religiosos. El Hermano Alfonso, el que participaba en el trabajo físico que se hacia cada día, dirigió una de las charlas. Era un hombre que podía perfectamente pasar por un agricultor si lo encontrabas en su tractor en la mitad de la estepa castellana. Hablaba con una voz recia en la que sorprendían conceptos espirituales. De las muchas cosas que dijo, Alberto se quedó con que siempre había habido monjes en la humanidad y muy anteriores a los cristianos, budistas, hinduistas, etc. Todos ellos, renunciando a todo, intentaban iniciar un paso más hacia la trascendencia. Era el último día y en el ambiente de confianza instaurado, las preguntas eran continuas. Parecía como si el grupo quisiera extraer el máximo de la experiencia de aquel hombre tan sencillo. Una de las respuestas, Alberto la apunto como antológica: “La experiencia del monje es incomunicable pero contagiosa”
Alberto se animó a intervenir:
-¿Bueno y para que sirve quitar piedras si somos especialmente nulos? Seguro que no hemos hecho nada positivo en estos dos días”.
El hermano Alfonso, un hombre que seguramente no tendría una gran formación, respondió con naturalidad mirando a Alberto como si estuviera viendo muy dentro de él.
-“Tu siempre quieres hacerlo todo de la forma más efectiva posible y te equivocas. Es mejor recoger una piedra si se hace con sentido que limpiar el campo entero si no se sabe para qué. No buscamos cosas, buscamos presencias”.
Alberto que había considerado a aquel hombre un ser un poco bruto, un obrero que trabajaría en la huerta del Monasterio, tuvo que aceptar que era capaz de expresar ideas muy profundas.
Al final de la charla, alguien preguntó:
-“Pero hermano Alfonso ¿Qué es lo mas duro de ser monje? ¿El aislamiento? ¿La soledad? ¿El silencio? ¿La castidad?…”
La respuesta fue:
-“Lo mas duro de todo es la convivencia. Yo creo que ganamos el cielo aguantándonos a nosotros mismos dentro de la comunidad.”
Alberto se acordó del relato que escribió su amigo Jesús sobre los monjes de Roncesvalles. “Somos una especia curiosa – pensó- en la que lo mas duro es vivir con nuestros semejantes”.
Cuando al día siguiente, condujo su coche hacia la autovía de vuelta de su experiencia, se consideró un privilegiado por haber podido conocer una realidad y unas experiencias tan distintas a la suya, y compartir las visiones de hombres que habían tenido el valor de ser coherentes con lo que creían.
Puso en marcha su teléfono móvil que había tenido expresamente apagado durante los tres días. Tenía un mensaje de Raquel:
-“Señor Kent, ha llamado la secretaria del señor Hens de ACC de Zurich. Me pregunta si podría usted ir a verle el próximo día 10 de abril. Queda casi un mes, pero me han pedido que les confirme su disponibilidad cuanto antes para enviarle el billete.”
El Presidente Hens quería verle y se hacia cargo del billete. Indudablemente estaban muy interesados en la compra de Electronics Holdings.
Materias: blog | 3 Comentarios »
3 Respuestas a “El desahucio del Rey del Mundo. Capitulo XVIII. El monasterio.”
Comentarios
Debes registrarte para escribir un comentario.
abril 29th, 2011 a las 2:00
Muy interesante toda la historia del monasterio. Como las novelas por entregas antiguas el capítulo termina en un continuará muy intrigante.
abril 29th, 2011 a las 20:18
Algo pasa porque habia escrito mis comentarios y resulta que no aparece. El capitulo me gusto menos, aun reconociendo que esta bien esrito y es porque a mi todas estas actividades de irse a un monasterio y cosas asi me parecen algo artificiales. Coincido con Jose Maria que el proximo capitulo se intuye interesante.
mayo 7th, 2011 a las 13:22
A mí, por el contrario, me ha parecido uno de los capítulos más interesantes, mejores, por inesperado y «redondo»